Una fría tarde de invierno, un hombre adinerado salía de un elegante edificio, ataviado con un abrigo caro y un reloj de oro que brillaba bajo el sol.
Mientras caminaba hacia su carruaje, vio a un hombre pobre tirado en el suelo, con la ropa hecha jirones y las manos temblorosas por el frío.
El pobre levantó la mirada y le dijo:
—¿Podrías ayudarme, señor? No he comido en días.
El hombre rico buscó en sus bolsillos, pero no encontró dinero. Había salido sin su billetera. Miró alrededor, sintiéndose impotente, hasta que su vista se posó en su reloj de oro. Dudó por un momento, pues el reloj era un regalo valioso, pero decidió quitárselo para entregárselo al pobre.
Cuando extendió la mano para darle el reloj, algo inesperado sucedió. El hombre pobre tomó su mano con cuidado, la apretó suavemente y dijo con una sonrisa:
—Gracias, señor. Usted ya me ha dado algo invaluable.
El rico se quedó perplejo y preguntó:
—¿Pero qué te he dado? Aún no te he entregado nada.
El pobre respondió:
—Usted me ha visto. Me ha tratado como un ser humano. Eso es más de lo que muchos me han dado en mucho tiempo.
El hombre rico se quedó sin palabras. Sintió que no era él quien había dado algo, sino que el hombre pobre le había regalado una lección invaluable:
la verdadera caridad no siempre consiste en lo material, sino en la dignidad y el respeto con los que tratamos a los demás.
Esta historia nos recuerda que la caridad no es solo dar bienes materiales; a veces, un gesto de humanidad, como reconocer y respetar al otro, es un regalo más poderoso.
Este relato es original de Allan Kardec. Esta y otras enseñanzas espiritistas destacan que la verdadera riqueza está en el corazón y que las acciones bondadosas benefician tanto al que da, como al que recibe.
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Humberto Urdaneta
Candidato en "Pasos perdidos" hacia su camino interior.
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